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12 de septiembre de 2014

Niño blanco






Un niño blanco de algodón descansa en una nube. Contempla el cielo azul en este estío despejado. En sus ojos se refleja la luz de la tarde y la suave brisa deshilacha su figura.
Feliz él no ve otras nubes que se acercan por el norte del mismo cielo donde se mece.
Este niño blanco, algodón deshilachado, no sabe que él mismo es una nube. 
Ríe al sentir el frescor que le compone: gotas diminutas de agua, condensación de vapores.
Poco a poco se desvanece, contento, inconsciente de él mismo, asombrado del mundo que le contiene.
Y le miro desde mi ventana... es apenas ya una línea en el cielo azul inmenso mientras las nubes del norte, grandes, blancas, como ovejas esponjosas, van poblando mi mente en la pareidolia de sus formas.

Verónica Calvo


-Imagen tomada de la red-

30 de junio de 2014

El sabor de las cerezas



Vivía en lo más profundo del frío bosque, en un lugar inaccesible, no lejos de un río.
   Por propia voluntad se había alejado de todos y todo a la edad de veinticinco años.
   No era un hombre huraño, no era un misántropo, era un hombre solitario y desencantado. Nada más.
   El bosque le proporcionaba aquello que necesitaba, pero Martín, a sus ochenta y cinco años, seguía añorando el sabor de las cerezas.
   Una mañana salió en su ronda habitual para revisar cepos y le pareció ver a una joven entre los árboles. Fijó su mirada pero no vio nada. Pensó que las cataratas que nublaban sus ojos le habían jugado una mala pasada entre la luz y la sombra.
   Pero era tan real… No dándole más importancia, prosiguió su camino.
   Atardecía cuando regresó a su cabaña, y para su sorpresa, encontró a una joven sentada bajo el árbol donde él solía contemplar la puesta del sol.
   —Hola.
  Los dedos de Martín, instintivamente, se cerraron sobre el mango de su machete.
  —Hola –respondió el anciano dejando traslucir un tono de inquietud.
  La joven percibió el nerviosismo de Martín, y sin levantarse, y enseñando sus manos, dijo:
  —Llevo una semana recorriendo estos bosques. Tuve un accidente y perdí mis provisiones. De hecho perdí mi mochila y no tengo nada.
   Martín entrecerró los ojos pero no puedo distinguir signos de un accidente. Pensó que lo mejor era sacársela de encima cuanto antes y estar prevenido.
   —No se le niega agua al sediento. Espérame aquí.
   Se dio toda la prisa que pudo para entrar en la cabaña, sin perder de vista la puerta, sumergió la cantimplora en la cuba, y salió ofreciéndosela. La joven la tomó y bebió hasta saciar su sed. Le miró a los ojos, y sonriendo, dijo:
   —He sido muy osada al lanzarme a estos bosques sin más compañía que una mochila, un mapa y una brújula.
   —¿Te has perdido? –Inquirió el anciano frunciendo el ceño.
   —No. He ido dejando señales por el camino. No me resultará difícil volver a la civilización. No tengo mal sentido de la orientación.
   Calló. Ambos se miraron en silencio un buen rato.
   —Bueno, -dijo la muchacha poniéndose en pie y acercándose para devolverle la cantimplora- será mejor que me marche. He de buscar un refugio para la noche.
   Y sin más, comenzó a caminar hasta perderse de vista. Martín se quedó en un estado de alerta que le sobrecogía.

Pasaron dos semanas cuando volvió a encontrarse con la joven, esta vez en el río. Se saludaron. Martín seguía en estado de alerta, pues hacía tanto que no tenía contacto con otro ser humano, que no podía evitar pensar en un peligro. Pero había algo en aquella joven que a la vez le tranquilizaba.
   Martín lanzó su hilo con un anzuelo al agua y de tanto en tanto miraba a la joven. Ella, tranquila, disfrutaba del sol y el frescor del agua metiendo sus pies en ella. Martín no podía evitar pensar que tal vez se había perdido y no quería decirlo. La observaba. Se sorprendió a sí mismo diciendo mientras cargaba el pescado:
   —Muy bien, jovencita, si quieres comer pescado tendrás que ayudarme a llevarlo y prepararlo.
   La muchacha pareció encantada, tomó el pescado entre sus manos y siguió al anciano entre los árboles. Martín no salía de su asombro por la invitación. Volvió a aferrar el machete disimuladamente.

 Mucho podría contaros de las semanas que siguieron a aquel encuentro en el río, pero sería tedioso. Lo importante realmente, es que la joven se iba de la cabaña con el ocaso y volvía a la mañana siguiente. Así fueron conociéndose algo. Martín se relajó y la muchacha le ayudaba en sus quehaceres.
   Una tarde la joven le preguntó que echaba de menos y él, sin dudarlo, dijo:
   —El sabor de las cerezas.
   Ambos callaron.

Pasó una semana sin que la joven apareciera por la cabaña de Martín. El anciano al principio se preocupó, pero comprendió que ella, no era alma de bosque y que habría vuelto a su hogar.
   No le dio más importancia y siguió con su vida, aunque de vez en cuando se sorprendía mirando alrededor por si volvía.
   Doce días más pasaron. Ya Martín no esperaba verla, pero al volver del río, vio a la joven sentada bajo el árbol con algo en sus rodillas.
   Ambos se alegraron y la joven corrió con una inmensa sonrisa en los labios hacia el anciano.       
    —¡Martín, le he traído una tarta de cerezas hecha por mí! Espero que le guste.
   El anciano no podía apenas contener las lágrimas. Por su regreso, por esa tarta de cerezas, por cada año de soledad, por toda una vida.
   Pasaron a la cabaña y dieron buena cuenta de la tarta. No hay palabras para expresar la felicidad que Martín sintió degustando cada cereza de aquella exquisitez.
   —Gracias, muchacha. Me has hecho feliz.-Dijo Martín con voz pausada
   —Me alegra. –Dijo la joven levantándose y acercándose al anciano.- Ahora, has de venir conmigo, Martín, no temas…
   Y tomándole con cariño la cara, le besó ambas mejillas.
   Martín murió en paz.
  
Verónica Calvo

-Imagen: Sirius-

17 de diciembre de 2012

La olla




Antes de acostarse puso los garbanzos en agua con un poco de bicarbonato. Luego se fue a dormir pero antes añadió a la lista de la compra la col que necesitaba para el “cocido apañao” que tanto éxito tenía entre sus amistades.
A primera hora fue al mercado, hizo las compras y regresó a casa.
Escurrió los garbanzos, los lavó y añadió a la olla los ingredientes: sal, aceite, zanahoria, puerros, un poco de tocino y un trozo de pechuga de pollo.
Cerró la olla a presión y le dió la media hora que requería.
Mientras, aireó la casa, limpió, ordenó y puso la mesa con el mantel que Kike le trajo de Portugal y sacó la vajilla de su abuela.
Eligió un reserva del Gállego y lo llevó a la mesa para ser descorchado diez minutos antes de servir.
Puso música de fondo y se entretuvo regando las plantas de la terraza.
Una vez transcurrió la media hora dejó que escapara lentamente el vapor de la olla y al destaparla aspiró aquel aroma.
Solo por el olor sabía que había quedado exquisito. Se felicitó a si misma por su obra de arte y pasó todo el contenido a una cazuela de barro para guardar el calor.
Troceó la col y la lavó con esmero, la puso en la olla, cubrió con agua y volvió a cerrar la tapa.
Laminó unos dientes de ajo quitándoles el germen y los dejó en una sartén con aceite y el pimentón cerca para rehogar la col antes de llevarla a la mesa.
Mientras se hacía se duchó y arregló.

Algo pasaba.
Un contratiempo. No había manera de abrir la olla.
Ya estaba dando algún problema, pero justo hoy iba a darlos todos.
Pensó en la ley de Murphy y despotricó.
Recurrió a los trucos aprendidos y volvió a poner la olla al fuego. Se calentó un poco y volvió a intentarlo.
Nada.
Enfrió al grifo.
Tampoco.
Intentó dar golpes con el martillo de madera.
Imposible.
“Bueno-pensó-Kike la abrirá.”
A las dos en punto Kike llamaba a la puerta.
Le explicó el percance con la col dentro de la olla y fueron a la cocina.
Kike intentó todo pero lo cierto es que la olla permanecía cerrada a cal y canto. La col se había acorazado allí dentro.
Desistieron, comieron, hicieron animada sobremesa y cuando Kike se fue, bajó la olla al contenedor.
Este estaba lleno, así que dejó la olla en el alcorque del árbol y se fue.

A las dos horas se escuchó un gran revuelo en la calle a la vez que un policía llamaba a su puerta.
Abrió algo asustada.
   - Señora por favor, desaloje el edificio con la máxima brevedad posible.
Agarró una chaqueta al vuelo y corrió escaleras abajo.
Ya en la calle vio policías y artificieros desplegados en torno a su olla.
No dijo nada pero se moría de vergüenza y sólo deseaba que la maldita olla fuera explosionada, que la col volara por los aires y poder subir de nuevo a casa para llamar a Kike, gritarle hasta quedar afónica y luego morirse de risa.

12 de noviembre de 2012

De amores y de lealtades




La primera vez que vi la intensidad de la mirada triste de Víctor fue cuando el sutil humo de una taza de té me la mostró en aquella lluviosa tarde de invierno en Santiago.
Me conmovió hasta el infinito y apreté mis manos bajo la mesa, disimulando un escalofrío.
Víctor no me conocía mucho, pero algo se dio esa tarde entre cigarrillo y cigarrillo y me contó la siguiente historia:

Cinco años atrás Víctor tomó la decisión de ser feliz.
Eso incluía una conversación evitada desde hacía tres años con Alicia, su mujer.
Se habían casado más por rebeldía que por amor y tras siete años de matrimonio, el silencio se había instalado entre ellos y apenas compartían espacio en la casa de las afueras que miraba a la cordillera.
"Al menos tenemos buenas vistas", solía decir Víctor por aquel entonces a modo de ironía y gran verdad.
Pero lo cierto era que él era feliz en brazos de Gilda.
Ambos habían tratado de mantener la compostura, de alejarse, pero no fue posible.
Cuánto más se rechazaban más se atraían.
Así que se armó de valor y decidió poner fin a aquella vida insatisfecha y empezar una nueva junto a la mujer que amaba.
Miraba los largos y elegantes dedos de Gilda mientras se abrochaba la pulsera sentada en la cama cuando sonó el móvil.
En la pantalla apareció el nombre de Alicia.
No atendió pesé a la insistencia.
Se despidió de Gilda con un beso profundo y un gran abrazo.
Subió al coche y partió.
No había nadie cuando llegó.
La casa estaba fría, gélida, así dijo que la sintió, desangelada, como si el tiempo se hubiera parado y una densidad flotara en el aire.
Al poco sonó de nuevo el teléfono. Esta vez era su suegra.
Atendió la llamada.
Y se hizo añicos.
Alicia había tenido un accidente de circulación y estaba moribunda en un hospital. Habían llamado desde su móvil pero no atendía.
Estaba siendo operada de urgencia y apenas había esperanzas de que saliera con vida.
Víctor llamó desde la sala de espera a Gilda y todo terminó.
Alicia meses más tarde salió milagrosamente del hospital en silla de ruedas y así continua a día de hoy.
Todos comentan con admiración el gran amor de Víctor hacia Alicia pero nadie repara en que nunca sonríe.

Víctor me miró y me sacó del recuerdo. Me pidió  que terminara mi té y saliésemos a dar un paseo por la Alameda. Necesitaba ver a Gilda de lejos, como cada jueves.

No sé cómo sucedió pero acabé siendo gran amiga de Alicia al poco tiempo de conocer la historia.
Hace unas semanas me contó que la tarde del accidente regresaba contenta a su casa y que tal vez esa fue la causa de que derrapase y cayera por el puente.
Y me confió el gran secreto: iba a dejar a Víctor porque desde hacía meses había encontrado la felicidad junto a Christian.
Ahora Alicia se siente profundamente agradecida por el amor y lealtad de Víctor.
Si se acuerda de Christian no lo dijo, pero la verdad es que él desapareció aquella tarde. Nunca se puso en contacto con ella.

Y yo me quedo en el silencio de la noche acariciando las teclas de mi ordenador sintiéndome miserable por la gran historia que voy a entregar a mi editor en unos meses sin que ellos lo sepan.
Y pienso, para justificarme tal vez, que la vida es esto, una circunstancia, un aprovechar el viento a favor y no dejar pasar trenes en mitad del desierto.

13 de julio de 2012

Postales desde la orilla 2



Querida Paty,
Llegué a la playa y al pasar para aparcar, vi a un hombre desnudo tras su coche, a plena visibilidad, cambiándose  con el maletero abierto y más contento que qué.
No me quedé mirando pero sabes cómo son estas cosas, que no miras pero el tiempo pasa a cámara lenta y se graba en la retina.
Llego, coloco la toalla, saco mi libro, el mp4 y miro a mi derecha y a unos cinco metros veo al “adonis” con la mirada fija en mi. Yo como si nada, por supuesto. Y así hemos estado toda la mañana.
Se iba a pasear por la orilla,  en dirección al espigón que está ahí mismo, en vez de caminar hacia la infinitud de la playa con sus kilómetros… Nada, obcecado en mirarme.
Que se ponía a hablar por teléfono: delante de mí mirándome de tanto en tanto. Se mete en el agua, y claro, no mira al horizonte con sus gaviotas, no, me mira a mí.
Y como la Ley de Murphy no falla, cuando he hecho el amago de empezar a recoger, él ya estaba recogiendo con sus niñas (tres niñas idénticas de destinas edades, no trillizas, por si las dudas) y mirándome.
Te confesaré que me he quedado con las ganas de decirle que bajo su sombrero de playa no veo una cara, veo un…
Pues eso…


Querido L,
 El famoso cromosoma X vuelve a estar presente un verano más en mi vida.
Ya sabes que yo no lo tengo y eso me hace diferente al resto de féminas.
Bueno, eso creíamos durante todo este tiempo… Porque la verdad es que parece ser que lo tengo, pero dormido.
Con el calor insoportable me dirigí al océano.
¿Conoces la famosa frase “el agua cortaba como cuchillo”? Pues se quedaba corta, te lo aseguro.
Y tú que me conoces, sabes que ante todo, dignidad, que no grito ni salto ni me giro tratando de evitar la ola, que la aprovecho, que me lanzo a ella de cabeza y así se pasa el trago y se evita hacer el ridículo ese, cosa, seguramente, generada por el cromosoma X.
El caso que hoy he dado tres saltitos leves, me he girado dos veces, he metido tanto el abdomen que parecía desnutrida y al final, menos gritar, he salido disparada hacia la orilla donde he llegado a la conclusión de que efectivamente, tengo ese cromosoma despertando.


Querida Cati,
No llevamos más que unos pocos días de verano y ya han pasado cosas truculentas en la playa.
A la hora de la pleamar se ha levantado levante y ha salido, todo un clásico en las arenas, una sombrilla dando volteretas con la velocidad que es característica en estos endiablados objetos  de apariencia benévola.
¡Como no!, todos mirando y echando la risita de lado por el pobre tipo que ansiaba con tumbarse y no hacer más ná y se ha visto en una carrera alocada con la arena ardiendo.
La sombrilla amenazaba con estamparse contra un alemán que se dejaba la piel en la solana y al grito de “cuidado”, la sombrilla, misteriosamente, ha dado un giro regateando al alemán que no se ha enterado de nada.
Unos solidarios han interceptado al peligroso objeto y cuando el  propietario estaba llegando y aminorando la velocidad de su carrera, se dobla un tobillo  y cae de bruces en la arena.
Si, lo confieso, me ha dado un ataque de risa, ya sabes cómo soy para estas cosas.
Le ayudan a levantarse, comenta con gestos grandilocuentes, sabiéndose observado por todos, que no se ha hecho nada, se sacude el polverío y tras agradecer efusivamente a los solidarios, se da la vuelta con la sombrilla y se va  su toalla donde, como no, espera en jarras su señora, que, como buen clásico, no falta.
Deja la sombrilla en el suelo y decide darse un baño para quitarse el polvo.
Se adentra sabiéndose observado por mil ojos. Se zambulle y sale con el bañador por las rodillas. Rápidamente se lo coloca. Aquí no ha pasado nada.
Se dispone a salir cuando de nuevo se tuerce un tobillo y se cae en la misma orilla arañándose con unas conchitas.
¡Yo desde luego, mañana le busco!


Querido Jesús,
No hay día que no te recuerde.
Y el día es muy largo, tedioso y demasiado azulado.
Es decir, te recuerdo mucho.
Es más: tu recuerdo se pasea por mi mente varias veces al día.
Y aquí, el horizonte es demasiado infinito y las olas son demasiado espumosas.
Nada más... Sólo eso... No es mucho, lo sé, pero es todo.


Si quieres leer "Postales desde la orilla", aquí 

14 de mayo de 2012

Féminas 2




   -No miréis, acaba de entrar Celia.-Dijo Lola.
Todas bajaron la mirada al fondo de la taza que sostenían entre las manos.
   -Es que yo no puedo mirarla, ni cuando me habla.-Dijo Marta.
   - ¿Y cómo haces entonces?-Preguntó Lola con mucha curiosidad.
   -Pues desenfoco la mirada. Desde que Noe me contó el cotilleo de hace once años, es que no puedo mirarla sin verla de rodillas. –Confesó Marta.
   -Pero calla, loca, que te va a oír. –Dijo Lola bajando la voz y haciendo un gesto parecido a un ratoncillo asustado.
   -¿De rodillas?  ¿Y eso?-Dijo Paloma.
   -No me digas que tú no sabes lo de Celia.-Se asombró Lola.
   -No. Y aunque no la conozco nada más que de hola y adiós me encantaría enterarme.-Dijo Paloma estirándose en la silla.
   -Bueno, allá tú, no podrás mirarla a la cara sin verla de rodillas entonces.-Sentenció Marta.
   -Mira que eres sensible, por el amor de dios, Marta.-Casi grita Lola.
   -No es eso Lola, es que no le pega, la verdad. Tiene ese aire de sucedáneo de pija de caseta en feria y que no, que no le pega.-Sentenció Marta a la vez que tomaba la taza entre sus manos.
 Lola empezó a reír disimuladamente y aunque tentada de repasar a Celia de arriba a bajo, se contuvo.
   -Bueno, me lo cuentas o qué –Reclamó Paloma muerta de curiosidad.

Las tres amigas dejaron las tazas en la mesa y a la vez acercaron sus cabezas como en un aquelarre.
   -Bueno, hace once años Celia trabajaba de comercial en “Pleamar” y un buen día entró la mujer de Gonzalo. Como no estaba Celia en su mesa entró sin más al despacho y allí se encontró a Celia de rodillas totalmente entregada a una felación que le dejaba a Gonzalo con los ojos en blanco.-Cuchicheó Marta.
   -¡No me digas, por dios! –alzó la voz Paloma.
   -¡Pero cállate, que nos va a oír y a ver cómo la miramos entonces!-Dijo Lola divertida.
   -No veas la que se formó, imagínate. La mujer empezó a gritar y la gente que pasaba por la calle entró alarmada pensando que algo grave estaba sucediendo y allí se encontraron con Celia aún de rodillas, a Gonzalo con el pantalón de aquella manera y a Cristina agarrándose el pecho como si la fuera a dar un infarto llamando de todo a Celia.-Se produjo un breve silencio.-Y es que desde que me lo contó no puedo verla de ninguna otra manera, es horrible.-Marta miró de reojo a Celia por encima de su taza.

Dicho esto se echaron para atrás, tomaron de nuevo la taza entre sus manos y sorbieron con deleite un poco del té casi frío ya.
No hablaban pero miraban disimuladamente a Celia.
Lola se echó hacia delante:
   -Qué fina estás últimamente, Marta, mira que decir felación…
   -Mujer, es por suavizar la situación, digo yo...-Dijo Paloma.
Marta se quedó callada, ensimismada mirando a Celia de reojo mientras Paloma y Lola se daban disimuladamente codazos.
  -Mira qué incómodo, de rodillas, sin nada debajo.-Dijo Marta.
  -Claro, como tienes las rodillas en puro hueso a ti te dolerían.-Sentenció Lola.
  -Es que no todas llevamos almohadón de fábrica, sabes.-Contestó Marta con tono molesto.
  -Haya calma, chicas.-Dijo Paloma resignada.

Celia se volvió mirándolas.
Todas ellas desenfocaron la mirada mientras Celia, con su taza de café en la mano se acercaba.

1 de junio de 2010

Lena abre su conciencia




No habrían pasado ni tres cuartos de hora cuando Lena sintió unas ganas incontrolables de salir de casa y hacer pompas de jabón sentada en la suave y fresca hierba del jardín de la casa de su hermana. Abrió un cajón de la cocina y encontró las pajitas de colores que habían sobrado de la fiesta de cumpleaños de su cuñado, así que cogió una, la corto por la mitad con las tijeras y se fue al baño donde encontró un envase medio vacío de gel que llenó de agua. Sacudiéndolo se descalzó y salió al jardín. Hacía calor. Junio llegaba fuerte.
Se sentó cerca del enorme pino para disfrutar de la generosa sombra que daba y sin más se puso a hacer pompas de jabón. Llevaba un buen rato ensimismada en su entretenimiento cuando sin más, apareció ante ella un extraño ser. Lena parecía no percatarse de su presencia hasta que el tosió ligeramente para llamar su atención. Entonces Lena le miró algo extrañada. Ante ella flotaba entre las pompas un caballito de mar con un paraguas. Pero no, se fijó y comprobó que era una especie de gusano con pequeñas patas delanteras con una cara parecida a una oveja y el lomo cubierto de manchas parecidas a las de un leopardo. Flotaba apenas a treinta centímetros de su cara y se cubría del sol con una seta parecida a la Amanita Muscaria. Lena se quedó mirándole extrañada pero no pudo resistir la tentación de hablar con el llena de curiosidad.

Lena: ¡Anda!... y tu, ¿qué eres?
Ser: Soy un gusilántropo.
Lena: ¿Un qué?
Ser: Gusilántropo.
Lena: ¡Ah!... es la primera vez que veo uno.
Ser: Ya. Somos tímidos. ...
Lena: ¿Y qué comes?
Ser: Lechuga.
Lena: Me acabo de dar cuenta de que hablas.
Ser: Será simplemente que te has abierto a verme y escucharme.
Lena: Esto es muy raro... pero por alguna extraña razón no tengo miedo.
Ser: ¿Miedo? Somos pacíficos.
Lena: Mira, de verdad que esto es muy raro... jamás escuché hablar de gusitrompos.
Ser: Gusilántropos.
Lena: Gusi... lántropos.
...

Lena: ¿Y dónde vivís?
Ser: En el éter, en las creencias, en tu conciencia, pero sobre todo vivimos en la sabiduría.
Lena: ¡Ah!
...

Lena: ¿Te molestan las pompas de jabón que hago?
Ser: ¡Que va! ¡Me encantan!
Lena: Pues menos mal porque no se por qué me ha dado por hacerlas. Desde que era chica no había vuelto a hacerlas a excepción de algunas veces cuando tomo un baño y tengo algo de tiempo para hacerlas con las manos.
...

Lena: Oye, no veas si me repito, ¿eh?... "Hacerlas"... lo he dicho como mil veces (risas)
Ser: No, sólo lo has dicho tres veces, lo que pasa que sientes que el tiempo se ha parado, tu voz retumba, el cuerpo te pesa y eso hace que te des cuenta de las cosas en que normalmente no te fijas.
Lena: ¡Ah!
....

Lena: Bueno, me parece muy raro esto de estar hablando contigo, no te ofendas, pero no se por qué me parece hasta normal hacerlo... creo que mejor me voy.

Se puso lentamente de pie, se sacudió el vestido y empezó a caminar hacia la casa cuando el extraño ser dijo:

Ser: Lena, menuda se va a poner tu hermana cuando vea que te has comido las setas que tenía guardadas con ese arroz insípido que te has hecho.


(Ilustración de Marla Rutherford)

(Para saber qué setas pudo comer Lena, basta leer a María Sabina)

(Texto inspirado por la ilustración de la autora)