-Sakura Funaki llegó a la isla tras la estación de la recolección del Ginseng. Recuerdo perfectamente sus rasgos aniñados, sus ojos melancólicos y la suavidad de su piel.
Me contó que a la muerte de su padre quedó desamparada. Su madre no pudo hacer frente a los gastos y las deudas y la vendió a un prostíbulo donde estuvo poco tiempo pues la señora enseguida tuvo celos de ella y la vendió por muy poco dinero de nuevo. Así llegó aquí.
Todas se reían de ella, de su amabilidad y educación, de su elegancia natural y sobre todo, envidiaban su belleza.
Con una dignidad asombrosa aceptó su destino. Por las tardes, cuando comíamos nuestro arroz antes de que los hombres llegaran, Sakura siempre hablaba de su gran amor, un hombre que vendría a buscarla para llevarla lejos y vivir una vida serena en tierras lejanas y distintas. Todas se reían, la llamaban loca, mentirosa y a veces, muchas veces, incluso la pegaban. Pero ella sólo decía que era verdad y que ese hombre seguramente ya estaría buscándola.
Como a mi también me rechazaban y me pegaban por mi fealdad, Sakura se hizo amiga mía. Cuando me dejaban sin mi ración de arroz porque no había conseguido un hombre la noche anterior, ella siempre compartía su cuenco conmigo. Y si había merecido una fruta, también me daba la mitad. Cuidó de mi cuando enfermé y me consoló cuando la vida se me hacía insoportable en este lugar infecto de maldad y espíritus atormentados.
Así fue como Sakura enfermó por los malos vientos de este lugar y en pocos meses, murió.
Escuché atentamente la historia que la mujer me contaba. Mi Sweet Mae no podía estar muerta. No. Simplemente lo rechazaba. Me encolericé y tirando la botella de sake contra la pared grité a la vez que me ponía de pie:
-¿Y cómo voy a saber que me estás contando la verdad, mujer? ¿Por qué habría de creerte? ¿Y si todo esto es un engaño porque sabes que los extranjeros somos presas fáciles de vuestras artes de seducción? ¡No está muerta, no, mi Sweet Mae no está muerta, mentirosa!
-¿Y cómo voy a saber que me estás contando la verdad, mujer? ¿Por qué habría de creerte? ¿Y si todo esto es un engaño porque sabes que los extranjeros somos presas fáciles de vuestras artes de seducción? ¡No está muerta, no, mi Sweet Mae no está muerta, mentirosa!
La mujer se encogió asustada. Yo no podía parar:
-Dime, si tan amigas fuisteis, ¿cómo es posible que no te hablara de mi en detalle, del americano que vendría a buscarla? ¡Mientes!
Levantó la cara tapándose la enorme cicatriz con el pelo desgreñado y me dijo:
- No te enfades conmigo, yo no tengo la culpa de vuestra desgracia.
- No te enfades conmigo, yo no tengo la culpa de vuestra desgracia.
Aquellas palabras unidas a su actitud fueron como un bálsamo. Sentí una enorme tristeza por ella, por su deformidad, por el dolor que habría debido padecer por ella.
- No me temas, mujer. Anda, serénate y dime la verdad. Cuéntame, ¿quién eres, cómo te llamas?
- Me llamo Sho. Nací de la miseria y en ella crecí. Mi padre era alcohólico y mi madre se dedicaba a hacer abortos para pagar el sake de mi padre. El la pegaba y ella le pedía perdón. Cuando nací mi madre me tiró al río que pasaba frente a nuestra cabaña. A ese mismo río tiraba los abortos y su vergüenza por ser la amante de su hermano. A los tres días mi madre me encontró en el río atascada en unas ramas. Entonces se apiadó de mí y me llevó con ella. Mi padre nunca me dirigió la palabra y mi madre tampoco me consideraba mucho, hasta el día que cumplí seis años y me llevó a trabajar con ella para que arrancara de los vientres estrechos a los niños que se resistían a sus manos. Luego me encargaba de llevarlos en la cesta y tirarlos al río.
Cuando cumplí diez años mi padre se dio cuenta de que existía y me violó. Aquella noche le maté y mi madre a la mañana siguiente me vendió al prostíbulo. Supongo que quiso olvidar toda su mísera vida y no la culpo.
Debido a mi fealdad me trajeron aquí directamente, donde venimos como despojos rechazados de otros prostíbulos.
Aquí limpio y recibo hombres. Siempre están muy borrachos y agresivos y me prohíben mirarles a la cara.
Como ya te he dicho, fue muy buena conmigo. Siempre me hablaba del hombre que vendría a buscarla para llevarla lejos, pero nunca dijo tu nombre ni hizo mención alguna, sólo repetía una y otra vez que se iría con el a un lejano país a tener una vida plena de amor. Yo creía que se aferraba a ello para mantenerse viva.
Un día me habló de una hermosa sortija de jade que aquel hombre la regaló antes de partir y que la señora Azami, la dueña de este prostíbulo, le había quitado nada más llegar.
Esa sortija de jade se la había regalado yo, así que empecé a interesarme de verdad por la historia que Sho me contaba mirándome a los ojos de tanto en tanto.
Seguí escuchándola con atención:
Seguí escuchándola con atención:
- Pero un día alguien entró en la habitación de la señora Azami y robó la preciada sortija. Encontró un alfiler de pelo en un rincón y se presentó echa una furia con el en la mano a la hora en que comíamos nuestro arroz. Keiko, que tiene los pocos dientes que la quedan negros y que es sumamente cruel, reconoció el alfiler de pelo y señaló a Sakura. Ella se defendió diciendo que ese alfiler era suyo pero que había desaparecido hacía dos lunas. En su cándida inocencia pensó que la creerían.
Sho bajó totalmente la cabeza y me pareció que con la raída manga del quimono se secaba una lágrima. Prosiguió:
- La señora Azami ató las manos y los tobillos de Sakura ante el revuelo de todas ellas que se alegraban de lo que se avecinaba. Por fin iban a tener un motivo, aunque injusto, para descargar su ira. Y llevaron a Sakura a una casa establo donde la colgaron de una polea medio desnuda. Una a una bajo la atenta mirada de la señora Azami, pegaron patadas y arrancaron mechones de pelo a la desgraciada Sakura.
Keiko encendió varas de incienso y agrupándolas de diez en diez las fue apagando por el cuerpo de Sakura. Yo miraba aterrada todo aquello. Todas disfrutaban y a mi se me partía el corazón ante el sufrimiento de mi amiga. Cuando Keiko hubo terminado con las varas que tenía, las encendía de nuevo para volver a apagarlas en el cuerpo de Sakura. Y volvió a encender otras veinte y volvió a repetirlo. Sakura apenas gritaba ya.
Entonces fue sacando del dobladillo de su quimono largas agujas de coser y una a una, en una calma absoluta, fue tomándose su tiempo y las fue clavando dentro de las uñas de Sakura. Yo veía como sus uñas se llenaban de sangre y cómo Keiko disfrutaba removiéndolas hasta hacer casi saltar las uñas. Y así las dejó, veinte agujas, una en cada dedo de las manos y los pies de Sakura que gritaba del dolor y temblaba medio desmayada cuando terminó. Entonces la descolgaron y la dejaron atada en el mugriento suelo para que se espabilara.
Una vez lo hizo volvieron a colgarla de la polea y Keiko volvió a sacar más agujas, esta vez del interior de las mangas. La señora Azami sujetó fuerte la cabeza de Sakura obligándola a abrir bien la boca y con los ojos desorbitados por el horror y dando alaridos por el dolor, Keiko fue clavándola una a una diez agujas en las encías.
Allí la dejaron. Nos fuimos.
Pero yo me escabullí como pude cuando la noche estaba muy avanzada y ya todos estaban muy borrachos y fui a llevarla agua. Pero Sakura había logrado ponerse de pie y se había ahorcado.
Me quedé totalmente destrozado. Me lo hubiera creído si no hubiera sido porque me pareció escuchar una voz, un susurro más bien que decía que contara toda la verdad o seguiría atormentándola noche tras noche. Hubiera creído que fue el viento que jugaba con mi dolor y mi negativa a creer que mi Sweet Mae estaba muerta, si no hubiera sido porque vi claramente su bello rostro detrás de Sho. Fue muy rápido, pero yo lo vi.
Sho salió disparada contra una pared y cayó al suelo gritando y agarrándose el enmarañado pelo. Parecía que alguien tiraba del maltrecho moño y los escasos alfileres con que sujetaba su melena salieron disparados por el aire.
- ¡Está bien, está bien... diré la verdad! -gritó Sho y sentándose de nuevo algo alejada de mi, empezó de nuevo su relato.
Continuará...
(Ilustración: June Leeloo)