12 de febrero de 2010

Nocturna deambulante



Volvió a cruzar el puente aquella noche para contemplar desde la otra orilla su pueblo.
Observó las luces amarillas de las calles, campanarios y casas. Se veía bien bonito.
El reflejo de las luces en el río aumentaba la sensación de serenidad al contemplarlo.
Se sentó en la muralla y suspiró:
    - Qué pacífico se ve mi pueblo desde aquí... qué mentiroso que es."
 Y dicho esto, regresó despacio por el mismo camino.

Llegó a su pueblo y lentamente subió la cuesta que lleva al camposanto porque necesitaba estar entre gente de paz.
Pero nada más llegar se encontró con el alma en pena del Marqués llorando a gritos su suerte.
No se asustó, simplemente comprobó que las leyendas, a veces, son ciertas.
    -Tan ciertas como que en todas partes cuecen habas - pensó.

Salió de allí y se fue a dormir, pero antes paró en el kiosco y se compró una bolsa de pipas.

Mañana sería otro día.

(La imagen en una pintura sobre tabla de Ivan Zoe)



5 de febrero de 2010

Un acto de frivolidad




"Me voy cansando de ser siempre buena, condescendiente, paciente, coherente, comprensiva, ordenada, empatizante, cuerda, serena, pacífica, de tener el brazo torcido y las mejillas en carne viva.
Me estoy hartando de mantener el tipo (en todos sus sentidos), de no perder la cabeza cuando lo que necesito es perderla y hasta olvidarla para no recordar todo lo que educadamente me trago, de doblar la espalda porque dicen que mi sexo ha de hacerlo, harta de escuchar a mujeres decir a sus parejas "ayúdame" en vez de "colabora".
Estoy a punto de perder la cabeza, de cometer una locura...
 Mi alma de cabaretera me arrastra a pintarme las uñas de los pies de negro (el rojo es tan evidente...), a alisarme bien los rizos y ponerme todo el rimel que no me he puesto en años (aunque me deje ojeras en el trabajo), a subirme en los tacones del abismo con unas medias de licra para lucir las piernas y dejar que suspiren en mi escote todos aquellos y aquellas que sientan vértigo por contemplar mis pechos firmes.
Subida a un taburete de bar quiero balancear el pie como si nada, sentirme la emperatriz del universo y flotar, flotar, flotar...
Quiero beber vino, porque ya puedo y sé beberlo, mirarte a los ojos, a tí, que no te conozco de nada y escaparme por una rendija del mundo y... flotar, flotar, flotar...
¡Ah!, qué necesidad de llevarme el dedo gordo a la nariz y decir "tururú" a la suegra, a las maléficas envidiosas, a la perfecta doña perfecta que vive dentro de mí, a la vida que no satisface y a todo lo que se interponga entre mi risa y la esencia."

Se volvió a mirar en el espejo y deshizo su propia imagen.
Sacó aquel vestido que nunca estrenó porque no se atrevía a ponérselo, el collar de perlas que recibió una navidad (y nunca más) de su suegra, se puso las uñas postizas que tenía para la boda de su hermana y que con el estrés olvidó completamente en el cajón y se alisó el pelo con esmero. Maquilló apenas su rostro liberado y al mirarse los labios recordó aquel power point que recibió hacía dos años en su correo de parte de una amiga el día que cumplió los 41... "a las mujeres de más de 40 les sienta bien el color rojo en los labios, antes no"...

Se encaramó en un taburete para llegar arriba del armarito del baño y sacó el cesto donde guardaba las pinturas lleno de polvo que un día, no recordaba cuando, olvidó volver a bajar.
Con sumo deleite pintó sus labios y cuando terminó se puso en su dedo índice la sortija que se compró un San Valentín porque merecía quererse.
Volvió a mirarse en el espejo, se subió a los tacones, sonrió y reinventada, salió a la calle donde paró un taxi que la llevó al otro lado de la ciudad.

No había taburete, el local era elegante en extremo, como ella, que se podía permitir lucir lo que quisiera. Pidió un jerez, se sentó, levantó altiva la barbilla y miró a su alrededor.
Las mujeres cuchicheaban envidiando sus rodillas y tobillos. Ellos, simplemente se comportaron como ellos.

Se tomó su tiempo para elegir y discretamente, cuando su presa volvió a mirarla los ojos que no se separaban de su cuerpo, con desdén levantó apenas el dedo índice a la vez que brindaba con la copa.

Bebió de un trago, se puso en pie y salió moviendo alegremente las caderas seguida en corta distancia de aquel con el que iba a cometer un acto de frivolidad: dejarse quitar el descocado vestido, olvidar como si nada en la mesita del hotel el collar de perlas y dejarse embadurnar el cuerpo y el alma con una noche loca que, quien sabe, lo mismo nunca más tendría.

Fue el principio del principio.