Tenía
siete años cuando se fijó que en el cielo pasaban cosas curiosas. Por más que
insistió en que había una oveja saltando una nube, nadie la creyó.
Cuánta
imaginación, decían los mayores. Pero ella no solo vio esa oveja ese día,
también vio un elefante.
A
los diez años la regalaron por su cumpleaños una cámara fotográfica. No había
día en que no retratase alguna nube que, generalmente, tenían formas de
animales, aunque alguna cara también se dejaba ver. Rostros amables,
sonrientes, incluso traviesos.
A
los veinte años empezó a pintar al pastel, algunas imágenes de las nubes que
había fotografiado. Sus pinturas eran buenas, decían.
Ya
cumplidos los veintisiete, expuso en una galería. La prensa se hizo eco y
empezó a cotizar. Por aquellos meses, se enamoró y ya solo veía corazones en el
cielo. Etapa rosa, dijeron los entendidos.
Siguió
mirando el cielo y pintando, pero ahora también encontraba formas llenas de
misterio, con aquellos claros y oscuros que aportaba el crepúsculo.
Una
tarde de mayo él la abandonó entre el bullicio de una cafetería del centro.
Empezó
a ver caras siniestras, oscuras, delirantes. Etapa negra, sentenciaron.
De
esto han pasado quince años y ella sigue pintando lo que las nubes sienten, y
lo sabe muy bien, porque se han metido en su cabeza, nublando la luz de la
razón.
-Verónica Calvo-