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-Imagen tomada de la red-
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Era su tercer mes en el nuevo trabajo y
hasta ahora todo había ido bien. La noche no le imponía, la soledad y el aislamiento
no le sobrecogía, ya conocía los crujidos y sonidos del viejo edificio que vigilaba,
se había acostumbrado a la compañía del viejo Vigilante y sus nervios estaban
más que templados y curtidos en este oficio.
No. Él no creía en esas historias para no dormir. Jamás, ni de niño, había
creído en ello. Esta es la razón por la que accedió, sin problemas, al turno de
noche. Sus compañeros, un montón de susceptibles por no calificar de peor
manera, le miraban con una mezcla de admiración y desconfianza. Mejor para él:
solo con su radio y sin aguantar conversaciones ni fanfarronadas.
Pero la extraña actitud de Vigilante le puso algo nervioso. Levantaba la
cabeza y agudizaba el oído en ese movimiento de orejas que recuerda a una
antena parabólica buscando o rastreando señal para acto seguido, encogerse y
temblar como si tuviera frío. Y lo más raro: le miraba a los ojos como
suplicando algo. El viejo perro era tranquilo. Hacía las rondas con absoluta normalidad
a excepción del último piso, pero nada destacable. Al fin y al cabo, esa planta
estaba en muy mal estado y el animal ya tenía cataratas. Cuando recorrían el
largo pasillo, Vigilante casi siempre lloriqueaba quedo y tanteaba con las
patas delanteras el terreno. Inseguridad, nada más. Juan pensó que el pobre
bicho entraba en sus últimos días y se compadeció de él dándole unos golpecitos
en el lomo.
Otra vez ese ruido. Vigilante se escondió bajo la mesa de la garita.
Juan tomó la linterna, obligó al perro a levantarse y tomó la porra que siempre
le acompañaba. Miró el reloj: adelantaría la ronda quince minutos.
De la primera planta a la quinta todo en orden. Las habitaciones
cerradas con llave y ningún sonido tras ellas. Vigilante reculó en el tercer
escalón y Juan tuvo que agarrarle del collar y obligarlo a subir. Sexta planta.
Silencio. El perro jadeaba nervioso pegado a la pierna izquierda de Juan, que,
linterna en mano y oído atento, trataba de seguir un posible rastro de aquel
ruido que sonaba a arrastre de muebles y golpe de canica. Nada. Avanzó lento,
atento a todo y haciendo que Vigilante le siguiera el paso. ¿Y eso? ¿Un
susurro? ¿Qué ha dicho?
Juan sintió las pulsaciones disparadas.
Miró al perro y este muy nervioso trató con sus movimientos bruscos, soltarse
de Juan. Otra vez ese susurro y esta vez acompañado de un frío tan helador que de
su boca salía vaho, como de las fauces del perro. No. Él no creía en nada de
aquellas chaladuras que contaban sus compañeros.
Trató de calmar al perro, pero este consiguió zafarse y huyó escaleras
abajo emitiendo alaridos. Masculló una blasfemia y se volvió, iluminando el
frente a la vez que echaba mano a la porra.
Y allí estaba. Un niño pequeño de otra época flotando en el aire, tan
blanco como un sepulcro a la luz de la luna, sus ojos dos cuencas negras vacías,
susurrando algo que no entendía y sin pies. Ese niño no tenía pies pues se
difuminaba de cintura para abajo hasta hacerse traslúcido. Y de pronto, cesó.
Desapareció la visión, el frío y la estupefacción.
No. Él no creía en esas historias para no dormir. Jamás, ni de niño, había
creído en ello. Pero entonces, ¿qué era eso que había visto?
-Verónica Calvo-