Lo leí del tirón y
pasó a ser uno de mis libros favoritos.
El argumento puede no resultar atrayente,
pero la narrativa es ágil, te involucras en la trama, empatizas con las
hermanas Lisbon y acabas reflexionando sobre un tema tan duro como es el
suicidio: por qué nadie hace nada cuando hay señales, más que evidentes de lo
que se avecina, y sobre todo, qué falla en la sociedad para que tantos
adolescentes se suiciden.
El tema está tratado con crudeza, pero a la
vez, es tal la fascinación que ejercen las hermanas sobre un grupo de
adolescentes, que hace que te adentres en sus vidas, en su ambiente, y en
conocerlas, tratando, pese a que sabes desde la primera página que morirán, de
ayudarlas, de hacer algo para que nadie mire para otro lado.
Los personajes de los adolescentes están
llenos de ternura, inocencia y reflexión. Irán evolucionando hasta la madurez
dejándonos una buena carga emotiva que hará que las hermanas Lisbon perduren en
nuestro recuerdo.
Sofía Coppola llevó al cine esta historia en 1999.
En
menos de un año y medio, las cinco hermanas Lisbon, adolescentes entre trece y
diecisiete años, se suicidaron.
Los
jovencitos del barrio habían estado siempre fascinados por esas inalcanzables
jóvenes en flor, atraídos por esa casa de densa femineidad enclaustrada –la
madre era una católica ferviente y moralista que no dejaba que sus chicas
salieran con chicos; el padre, profesor de matemáticas dócil y benévolo,
aceptaba las muy estrictas normas de su mujer-, y las primeras muertes no
hicieron sino ahondar el misterio y el espesor del deseo. Los Lisbon se
encerraron cada vez más en sí mismos y en el interior de su casa, y los jóvenes
los espiaban desde las ventanas del vecindario, trataban de comunicarse con las
hermanas pidiéndoles canciones por teléfono, contribuían al intrincado tejido
de rumores, a la creación de mitologías. Veinte años después, aquellos mismos
adolescentes, ya en la frontera de la mediana edad, intentan desentrañar el enigma
de aquellas lolitas muertas que siguen fascinándolos.
Y empieza así:
La mañana
en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse –esta vez
fue Mary y con somníferos, como Therese-, los dos sanitarios llegaron a su casa
sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y
dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. A nosotros nos
pareció que, como siempre, salían demasiado lentamente de la ambulancia,
mientras el gordo decía en voz baja:
—Que no es la tele, tíos, aquí no hay
que correr.
Cargado con
el pesado respirador y la unidad cardiaca, pasó entre los arbustos, que habían
crecido monstruosamente, y cruzó el descuidado césped que trece meses atrás,
cuando todo empezó, estaba pulcro e inmaculado.
¿Habéis leído este
libro? ¿Qué os ha parecido? ¿Pensáis leerlo si no lo habéis hecho?
-Imagen de la red-