Un joven le pidió la mano de su hija y la recibió en una caja; era su mano izquierda.
PADRE: Me pediste su mano y ya la tienes.
Pero en mi opinión, querías otras cosas y las tomaste.
JOVEN: ¿Qué quiere usted decir con eso?
PADRE: ¿Tú qué crees que quiero decir? No
me negarás que soy más honrado que tú, porque tú
cogiste algo de mi familia sin pedirlo, mientras que cuando me pediste la mano
de mi hija, yo te la di.
En realidad, el joven no había hecho nada
deshonroso. Simplemente, el padre era suspicaz y mal pensado. El padre consiguió
legalmente hacer responsable al joven del mantenimiento de su hija y le exprimió
económicamente. El joven no pudo negar que tenía la mano de la hija... aunque
desesperado, la había enterrado ya, después de besarla. Pera la mano iba para
dos semanas.
El joven quería ver a la hija, e hizo
esfuerzo, pero se encontró bloqueado por los comerciantes que la asediaban. La
hija había firmado cheques con la mano derecha. Lejos de haberse desangrado,
estaba lanzada a toda marcha.
El joven anunció en los periódicos que ella
había abandonado el domicilio conyugal. Pero tenía que probar que lo hubiera
compartido antes. Aún no era “un matrimonio”, ni en le juzgado ni por la
iglesia. Sin embargo, no había duda de que él tenía su mano y había firmado un
recibo cuando le entregaron el paquete.
—Su
mano, ¿para qué? —preguntó el joven a la Policía, desesperado y sin un céntimo—.
Su mano está enterrada en mi jardín. Usted cortado la mano
—¿Es que, encima, es un criminal? No
solamente desordenado en su manera de vivir, sino, además, un psicópata. ¿No le
habrá usted cortado la mano a su mujer?
—¡No! ¡Y ni siquiera es mi mujer!
—¡Tiene su mano, pero no es su mujer! —se
burlaron los hombres de la ley—. ¿Qué podemos hacer con él? No es razonable,
puede que incluso esté loco.
—Encerradle en un manicomio. Además, está
arruinado, por lo tanto tendrá que ser en una institución del Estado.
Así que encerraron al joven, y una vez al
mes, la chica cuya mano había recibido venía a mirarle a través de la alambrada,
como una esposa sumisa. Y, como la mayoría de las esposas, no tenía nada que
decirle. Pero sonreía dulcemente. El trabajo de él comportaba una pequeña pensión
que ella cobraba ahora. Ocultaba su muñón en un manguito.
Debido a que el joven llegó a estar tan
asqueado de ella que no podía ni mirarla, le trasladaron a una sala más
desagradable, privado de libros y de compañía, y se volvió loco de verdad.
Cuando se volvió loco, todo aquello que le
había sucedido, el haber pedido y recibido la mano de su amada, se le hizo
inteligible. Comprendió la horrible equivocación, crimen incluso, que había
cometido al pedir algo tan bárbaro como la mano de una chica.
Habló con sus captores, diciéndoles que
ahora comprendía su error.
—¿Qué error? ¿Pedir la mano de una chica?
Lo mismo hice yo cuando me casé.
El joven, sintiendo entonces que estaba
loco sin remedio, puesto que no podía establecer contacto con nada, se negó a
comer durante muchos días y, al fin, se tumbó en la cama de cara a la pared y
murió.
(“Pequeños
cuentos misóginos”)