Casas blancas encaladas en primavera
lucen banderolas de colada en sus azoteas.
Siempre presente el cielo despejado,
cual cúpula inmensa y perenne,
protege y desprotege la vida en la frontera.
El viento mece cabellos sueltos
escapados de los altos moños
de muchachas adormiladas
que en pijama arrastran a sus hijos
de la mano a la escuela.
Se saludan cantarinas mientras
pisan charcos de relente,
y arrebujadas en la bata,
regresan a sus casas parando antes
en la panadería donde compran
un sabroso pan portugués.
Escapa un murmullo de misterio
bajo las adoquinadas calles estrechas
donde dicen emerge bajo el pozo,
calle Galdames arriba,
un pasadizo que lleva bajo el río
a Castro Marim majestuoso,
el mismo que pintara Sorolla de fondo
cuando pescaban atunes en abundancia.
Olores de puchero, Don Diego y azahar
acompañan al solitario caminante
que no encuentra más placer en estas calles
que admirar patios llenos de geranios,
atelier de pintores y leyendas de brujas
que escapan con orgullo y aviso,
de las alzadas voces ayamontinas.
La Villa, vericuetos de subidas,
gente que saluda y sonríe
allá arriba del cabezo,
donde el viento húmedo
divisa la desembocadura del río,
mirando alegre el algarve portugués,
sin entender de contrabando ni rencillas.
(Pintura del pintor ayamontino Caste, el pozo de la Villa)