Bien entrada la medianoche llamaron a la puerta.
Debía ser importante o muy urgente, así que abrió y se encontró con el rostro fatigado de un hombre enjuto marcando azules sombras bajo los ojos. El cansancio había hecho mella en su rostro y el ligero temblor de manos delataba nerviosismo.
Estaba totalmente empapado por el fuerte aguacero que caía sin apenas pausa desde hacía dos horas.
- Don Antonio, tiene que ver a mi mujer. Ha tenido un mal parto asistida por las mujeres de la familia y alguna vecina y no está nada bien.
El médico se vistió en un santiamén, cogió al vuelo su maletín y juntos subieron al coche rumbo a la cercana aldea.
El camino era una boca de lobo. Los árboles de la sierra parecía querer azotar todo lo que se moviera en esa espantosa noche donde ni las almas de los atormentados que dicen vagan por los senderos, se aparecían por el frío y la destemplanza.
Entre barro y peticiones consiguieron llegar para asistir a la parturienta que se iba en sangre y dolores.
Había nacido una niña, diminuta, insignificante, casi traslúcida y tan apocada que ni el pulso parecía querer latir en ella. La pobre criatura estaba muerta. Y como era habitual, casi normal en aquellos años de penumbras, sin más fue a acabar en la basura.
Don Antonio consiguió parar la hemorragia y al rato el dolor empezó a remitir. Entonces pidió ver el cadáver de la niña. Lo examinó detenidamente y levantando los ojos hacia la madre, anunció que la niña, más parecida a un pajarito, estaba viva.
El silencio inundó aquella casa a la vez que todos los presentes se miraban y avanzaban para tocar a la niña.
Estaba muy débil, su corazón apenas latía, dijo el médico, pero había que intentar que se quedara en este mundo.
Y con el permiso de sus padres que desconsolados por la sorpresa y la alegría lloraban, entregaron a Don Antonio aquella cosita blanca desvalida. Todos se despidieron pues nadie daba por hecho que conseguiría sobrevivir.
Don Antonio llegó a su casa con la criatura envuelta en aquellos trozos de manta donde a las prisas la envolvieron.
Mientras tomaba un vaso de leche caliente en la cocina, observó a la escuálida resucitada y pensó cómo sacarla adelante... parecía un pollito, pensó.
Y como parecía un pollito, buscó una caja de zapatos donde la acomodó bien calentita mientras que con un gotero administró unas gotas de leche a su boquita descolorida.
Y así pasó la primera noche.
"Un pollito necesita continuo calor", pensó Don Antonio mientras colocaba la lámpara flexo junto al improvisado nido y acercaba la bombilla prudencialmente al cuerpecito.
Noche y día la niña se incubaba bajo el flexo y abría la boquita para recibir las gotitas de leche. Y según crecía, se alejaba la bombilla, la caja de zapatos pasó al olvido y se sumaban más gotas de leche del gotero hasta que pudo con un biberón entero.
La niña pollito decidió quedarse en este mundo aunque nada más que fuera para agradecer a Don Antonio tanto mimo y cuidado y 30 años después, una noche de luna llena, cuando los grillos más atronaban en la serena noche de primavera, alguien volvió a llamar a su puerta: era la niña con su hija en brazos que venía a darle las gracias.
(A la memoria de Don Antonio Cortés Pino)
Dedicado a su hija Margara, que nos contó la historia recordándole una noche de fin de febrero.