Don
Ceferino fue el perfecto marido. Siempre fiel y atento, no olvidaba un
aniversario y jamás discutió con su mujer, doña Clotilde, que en gloria esté. Apasionado
de la música clásica desde su más tierna infancia, al enviudar esta pasión le
llevó a comprar bonos para los conciertos de la Orquesta Nacional de España en
el Auditorio Nacional. Podía prescindir de los yogures de sabores con trocitos
de fruta, podía incluso prescindir de la barra de pan, pero jamás de un
concierto de violín. Acudir a la cita musical era un ritual que seguía a
rajatabla: se vestía con elegante sobriedad, se engominaba el pelo que le
quedaba, se peinaba el vetusto bigote y se encaminaba con pasos de corchea al
auditorio donde, religiosamente, llegaba quince minutos antes de que abrieran
las puertas.
No podía evitar el éxtasis, la sublimación
que sentía ante el sonido del violín, la delicada torcedura cervical de su
ejecutante y el llanto y la alegría que el arco sacaba a las cuerdas del
instrumento. Era todo un erudito.
Un buen día dejó de acudir a otros
conciertos porque solo en el sonido del violín encontraba la máxima conexión
con su propia alma. En esos templados sonidos don Ceferino encontraba también
la salida de su mundo de orden y silencio, de ausencia y soledad.
Una tarde de otoño se anunció a lo grande la
inminente visita a la ciudad de una virtuosa violinista venida de tierras
frías, de aquellas donde hay noches blancas y oscuros desequilibrios internos
por su causa. Ante ese panorama de luces y sombras, él sabía por experiencia
que el arte era el mejor canalizador para mantener la vida en pulsación. No
podía perderse la velada: selección de piezas de Bach para violín.
Cómo no, llegó con sus quince minutos de
anticipo, caminando a paso de fusa esta vez, entre la copiosa lluvia.
Tomó
asiento, su asiento de primera fila central, mientras doblaba cuidadosamente y
con esmero su elegante gabardina para mantener ocupadas las manos, que
empezaban a delatar su impaciencia por dejarse llevar por la magia única que
aquella mujer venida del hielo daría al instrumento.
¡Cómo
se emocionó don Ceferino en su asiento de abonado del auditorio!
Aquella
música fue la más bella y delicada que oyera nunca en su dilatada experiencia
de escuchante nato.
Volvió a su casa despacio, esta vez a paso
de semicorchea, abandonado a los efluvios del violín que le envolvían.
Desde
aquel concierto don Ceferino camina diferente, y a veces cree que esa mujer sigue
tocando el violín solo para él, porque siente que le acompaña a todas partes
con aquellos sonidos que quedaron instalados para siempre en él, como
compañeros de camino.
Así
de hermosa es la música cuando te toca el corazón y el alma.
-Verónica
Calvo-
(Este
relato fue publicado en este blog en 2012)