Agustina fue siempre una mujer recta, sobria y seria que velaba celosamente por la pulcritud, el orden y la responsabilidad.
Vino a este mundo a enderezar vidas ajenas, a ser mártir trabajadora de un matrimonio insatisfecho y cargado de camisas para almidonar y planchar, rayas perfectas en pantalones y blancos nucleares en las puntillitas de la ropa interior de sus dos hijas, Palmira y Miranda.
Así que todos contemplaban la extraña imagen de Doña Agustina en el ataúd.
¿Cómo era posible que esta mujer que si sonrió alguna vez en vida fue a escondidas, pidiera ser amortajada de esta guisa?
Andaluza de tierra árida jamás toleró una feria ni una copa de manzanilla "banalidades que enturbian el alma", decía. Y ahí estaba ella, amortajada con un vistoso vestido de faralaes "más típico no se puede", lleno de lunares coloridos, mantoncillo brillante, peinetas y hasta una flor grande en rojo vivo en lo alto de la cabeza. No faltaban los zapatos de flamenca tan rojos como la flor ni los zarcillos de coral a juego con el collar de cuentas gordas.
Nadie se atrevía a decir nada hasta que la indiscreta de tía Nieves preguntó a voz en grito:
- ¿Cómo es que Agustina va así vestida?
El silencio lo llenó todo hasta que Palmira, carraspeando con la conciencia de la expectación creada respondió:
- Mi madre dejó una carta en la que pedía ser amortajada con las ropas y accesorios que encontraríamos en una caja arriba del ropero.
Todos pensaron que la mujer debió llevar una doble vida o que decidió soltar el moño para airear la melena en la caja como un estallido de libertad a tanta represión auto impuesta.
Así fue enterrada ante el desconcierto de todos.
Seis meses después las hijas se encontraban en la casa familiar poniendo orden, ventilando y guardando o tirando tantas cosas.
Abrieron la ventana del dormitorio de la madre difunta, voltearon el colchón sacudiendo el polvo y abrieron las puertas del ropero para empezar a empaquetar ropa para la iglesia, como fue deseo de Doña Agustina.
Por un lado, chaquetas de punto, faldas, vestidos, camisas y jerséis (todo azul marino, blanco, gris y negro). Por otro lado medias, combinaciones y camisones. Los zapatos a una caja y la ropa interior, para tirar, por expreso deseo de la pulcra difunta.
Palmira pidió a Miranda que descorrieran un poco el ropero pues había algo de humedad en aquella habitación y la pared empezaba a ennegrecer.
Entonces un ruido sordo se escuchó tras la trasera del ropero: una caja había caído.
Se miraron extrañadas, Miranda recogió la caja y la llevó a la cama.
Ambas se miraron interrogantes hasta que Palmira decidió abrirla.
En su interior cuidadosamente planchado y doblado apareció un vestido negro de punto, recto, cuello redondo y magas largas, unas medias oscuras, unos zapatos bajos de cordones y una gargantilla de perlas. También había un sobre que al abrirlo pareció abofetearlas: "Os dejo preparada mi mortaja, recién comprada".
Ambas mujeres se miraron perplejas...
- ¿Y la otra caja? - se atrevió a preguntar bajito Miranda.
En aquel silencio que pesaba como una losa en la habitación, se miraron y añadieron la mortaja a la caja destinada a la iglesia.
(Dicen que esto ocurrió hace unos años en una ciudad de Andalucía. Me impresionó tanto esta historia que no he podido por menos que escribirla. En cuanto a personajes y diálogos, por supuesto son meramente imaginarios)
(Pintura de Edith Sitwell)