Vivía
en lo más profundo del frío bosque, en un lugar inaccesible, no lejos de un
río.
Por
propia voluntad se había alejado de todos y todo a la edad de veinticinco años.
No
era un hombre huraño, no era un misántropo, era un hombre solitario y
desencantado. Nada más.
El
bosque le proporcionaba aquello que necesitaba, pero Martín, a sus ochenta y
cinco años, seguía añorando el sabor de las cerezas.
Una mañana salió en su ronda habitual para
revisar cepos y le pareció ver a una joven entre los árboles. Fijó su mirada
pero no vio nada. Pensó que las cataratas que nublaban sus ojos le habían
jugado una mala pasada entre la luz y la sombra.
Pero era tan real… No dándole más importancia,
prosiguió su camino.
Atardecía cuando regresó a su cabaña, y para
su sorpresa, encontró a una joven sentada bajo el árbol donde él solía
contemplar la puesta del sol.
—Hola.
Los dedos de Martín, instintivamente, se
cerraron sobre el mango de su machete.
—Hola –respondió el anciano dejando traslucir
un tono de inquietud.
La joven percibió el nerviosismo de Martín, y
sin levantarse, y enseñando sus manos, dijo:
—Llevo una semana recorriendo estos bosques.
Tuve un accidente y perdí mis provisiones. De hecho perdí mi mochila y no tengo
nada.
Martín entrecerró los ojos pero no puedo
distinguir signos de un accidente. Pensó que lo mejor era sacársela de encima cuanto
antes y estar prevenido.
—No
se le niega agua al sediento. Espérame aquí.
Se dio toda la prisa que pudo para entrar en
la cabaña, sin perder de vista la puerta, sumergió la cantimplora en la cuba, y
salió ofreciéndosela. La joven la tomó y bebió hasta saciar su sed. Le miró a
los ojos, y sonriendo, dijo:
—He sido muy osada al lanzarme a estos
bosques sin más compañía que una mochila, un mapa y una brújula.
—¿Te has perdido? –Inquirió el anciano
frunciendo el ceño.
—No. He ido dejando señales por el camino.
No me resultará difícil volver a la civilización. No tengo mal sentido de la
orientación.
Calló. Ambos se miraron en silencio un buen
rato.
—Bueno, -dijo la muchacha poniéndose en pie
y acercándose para devolverle la cantimplora- será mejor que me marche. He de
buscar un refugio para la noche.
Y sin más, comenzó a caminar hasta perderse
de vista. Martín se quedó en un estado de alerta que le sobrecogía.
Pasaron
dos semanas cuando volvió a encontrarse con la joven, esta vez en el río. Se saludaron.
Martín seguía en estado de alerta, pues hacía tanto que no tenía contacto con
otro ser humano, que no podía evitar pensar en un peligro. Pero había algo en
aquella joven que a la vez le tranquilizaba.
Martín lanzó su hilo con un anzuelo al agua
y de tanto en tanto miraba a la joven. Ella, tranquila, disfrutaba del sol y el
frescor del agua metiendo sus pies en ella. Martín no podía evitar pensar que
tal vez se había perdido y no quería decirlo. La observaba. Se sorprendió
a sí mismo diciendo mientras cargaba el pescado:
—Muy bien, jovencita, si quieres comer
pescado tendrás que ayudarme a llevarlo y prepararlo.
La muchacha pareció encantada, tomó el
pescado entre sus manos y siguió al anciano entre los árboles. Martín no salía
de su asombro por la invitación. Volvió a aferrar el machete disimuladamente.
Mucho podría contaros de las semanas que
siguieron a aquel encuentro en el río, pero sería tedioso. Lo importante realmente,
es que la joven se iba de la cabaña con el ocaso y volvía a la mañana
siguiente. Así fueron conociéndose algo. Martín se relajó y la muchacha le
ayudaba en sus quehaceres.
Una tarde la joven le preguntó que echaba de
menos y él, sin dudarlo, dijo:
—El sabor de las cerezas.
Ambos callaron.
Pasó
una semana sin que la joven apareciera por la cabaña de Martín. El anciano al
principio se preocupó, pero comprendió que ella, no era alma de bosque y que
habría vuelto a su hogar.
No
le dio más importancia y siguió con su vida, aunque de vez en cuando se
sorprendía mirando alrededor por si volvía.
Doce días más pasaron. Ya Martín no esperaba
verla, pero al volver del río, vio a la joven sentada bajo el árbol con algo en
sus rodillas.
Ambos se alegraron y la joven corrió con una
inmensa sonrisa en los labios hacia el anciano.
—¡Martín,
le he traído una tarta de cerezas hecha por mí! Espero que le guste.
El anciano no podía apenas contener las lágrimas.
Por su regreso, por esa tarta de cerezas, por cada año de soledad, por toda una
vida.
Pasaron a la cabaña y dieron buena cuenta de
la tarta. No hay palabras para expresar la felicidad que Martín sintió
degustando cada cereza de aquella exquisitez.
—Gracias,
muchacha. Me has hecho feliz.-Dijo Martín con voz pausada
—Me
alegra. –Dijo la joven levantándose y acercándose al anciano.- Ahora, has de
venir conmigo, Martín, no temas…
Y tomándole con cariño la cara, le besó
ambas mejillas.
Martín murió en paz.
Verónica Calvo
-Imagen: Sirius-