Llegaba entre la bruma con su maletita tan vieja como su espíritu a aquel pueblecito perdido y remoto.
Extraños acentos tan lejanos al suyo, rostros curtidos de sal y aire, olores de leña y un paisaje tan distinto al que conocía.
Se paró momentáneamente y sintió la humedad adherirse en forma de invisible agua a sus mejillas, a su pelo, a su corazón.
Sin más rumbo que lo dictado por su instinto, se encaminó por una calleja empedrada que tenía al frente. Su paso era decidido, pese a todo, pese a que estaba allí para no seguir arrastrando su vida por los laberintos de la insatisfacción, para olvidar todo lo que atrás quedaría en el día a día del anonimato.
Enseguida encontró un lugar que parecía acogedor donde se instalaría hasta que encontrase un lugar al que llamar hogar, aunque de esto no estaba muy convencida, al menos lo intentaría.
Frente al coqueto hostal que olía a madera y flores silvestres de alta montaña se encontraba "La taberna de la esperanza".
Se sentó en la cama. Mejor dicho, se dejó caer, abandonando sus brazos en su regazo y se quedó sentada, con las piernas bien juntas y la mirada ausente perdida tras el fino visillo de hilo del ventanal que tenía al frente. Así, divisaba el mar entre bruma, entre vacío interno, con esa mezcla de amargura y esperanza.
Estuvo no se sabe cuánto tiempo hasta que sin más, tal y como se había dejado caer, se levantó y como un autómata de feria, se dispuso a deshacer el pequeño equipaje que había decidido conservar en su nueva vida.
Después durmió sin sueños pero tranquila y se despertó como se había acostado: vacía pero serena.
Entró en "La taberna de la esperanza". Se sentó en un rincón y se dispuso a observar la vida que bullía a su alrededor... ¡cuánta soledad la embargó!... pero allí se quedaría, siendo una más entre los extraños.
Allí pasó el tiempo cargado de vida para todos, hueco para la mujer que encontró algo que podría llamar hogar muy creca de la taberna, que en realidad era su hogar.
Dicen que su extraña presencia se hacía muy evidente pero que como ella parecía caminar de puntillas para pasar desapercibida, como pidiendo perdón por existir, nadie se atrevió a saludarla.
Hasta que llegó él a "La taberna de la esperanza" y se sentó sereno a la espera de que el aguacero norteño cesase café en mano y sonrisa complacida.
Ella reparó en su guitarra. Entonces sucedió lo que nadie esperaba: se levantó con vigor, se sentó frente al hombre, con la mirada pidió permiso para tomar la guitarra y delicadamente, entre sus manos que acariciaban el mástil, dicen, que por primera vez sonrío.
Cerró los ojos, se levantó, trajo la botella y el vaso de vino, apuró unos tragos cortos y cerrando los ojos de nuevo, brotó de su interior una canción cargada de poesía y sentimientos.
Y así día tras día la mujer abstracta, que es como empezaron a llamarla, esperaba sin saberlo, la aparición la guitarra.
Siempre apuraba los tragos antes de cerrar los ojos y elevar su espíritu por encima de huidas, recuerdos que trataba de olvidar y desilusiones pintadas en tonos pastel.
Nunca hablaba. Nunca respondió a las preguntas de él. Sólo decía "vivo para olvidar".
El se fue del pueblo entrañable que siempre olía a leña y que parecía estar envuelto en la bruma a excepción del mes de julio. Se fue con su guitarra y compuso una canción teñida de tristeza al recuerdo de la mujer abstracta.
Ella se quedó en su rincón frente a la botella de buen vino, cargada de recuerdos que intentaba olvidar mientras vivía.
Si pasas por allí llévala una guitarra y deja pagada una buena botella de vino. Te lo agradecerá desde su eterno silencio.
(Este texto está dedicado a Nacho, que me inspiró con su canción)
(22 de marzo de 2009)